Se había quedado tan solitario como yo. Me apenaba más el suyo que mi desamparo. Era más alto, proporcionado, minucioso. La mimaba antes de que saliera a la intemperie. La dibujaba idéntica a su sueño. Tan exacta como quería ser la despedía. Procuraba yo no borrar la imagen impregnada en la memoria del azogue. Cuando definitivamente se fue, los dos nos quedamos sin ella. Un día arrimé una mesita al espejo, coloqué el tablero, me senté delante y le pregunté: ¿te apetece una partida? Me sonrió con mi misma sonrisa. Lo aproveché para mover el peón del rey una casilla.