Frente al espejo hay algo con más interés que uno mismo. Mayor que cuanto por andar ahí se le abre. A uno mismo. La superficie de la cómoda, un jarrón menudo, las pertenencias alineadas —la cartera, las llaves, el móvil, la tarjeta agotada del transporte, unas monedas—. Uno mismo. Tal vez la libreta donde anote tácticas para huir de lo real. Como la de dejar un libro cuyo título, frente al espejo, resulte ilegible. Lo conocido se desvanece en su valor de estar ahí y no como ausencia. Uno mismo desaparece si la mirada, de repente, camina hacia atrás.