Por la calle subían las hojas. A paso ligero, girando sobre sí mismas. Como si supieran dónde iban. Más certeras que yo en su dirigirse a ninguna parte. El viento, otros días, durante décadas, las ha dispersado, pero las que recuerdo son de aquella mañana, solitaria, de domingo. También a mí me arrastraron por rutas inhabituales que me alejaban del cuarto que entonces compartía con quien, en aquel instante, tenía un destino amoroso más feliz. Justo hasta el momento en el que se abrió el portal de la casa azul y se arremolinaron todas las hojas caídas de la ciudad.