JOSÉ ÁNGEL CILLERUELO / LIBROS / ESCRITURAS

jueves, 27 de septiembre de 2018

Dietario de sensaciones, 53



El lago conserva las últimas luces del día y las mantiene encendidas cuando las sombras han cubierto por completo el paisaje. Sobre la piel del agua dibujo con guijarros círculos en los que la veo estremecerse. Pronto asomará la luna y verterá sobre la superficie su melancolía. El lago sueña, las barcas en la orilla duermen. El silencio recoge el chasquido de los pasos como quien cuida el polluelo que se ha resbalado del nido antes de saber volar. Los ojos guardan la última luz del lago al abrir la puerta del coche. Cuando se cierra nada desaparece, al desaparecer.

sábado, 22 de septiembre de 2018

Dietario de sensaciones, 52



La sesión matinal del cinematógrafo programa cada día la misma película y cada mañana resulta una película diferente. Es un cine impropio, esa es la verdad. En lugar de reflejar el movimiento en la pantalla y dejar a los espectadores quietos en sus asientos durante la proyección, el cine de las mañanas transporta a los espectadores a lo largo de una realidad quieta —las avenidas, los árboles, los edificios, los escaparates, la luz—al otro lado de la pantalla de cristal con motas. Me acomodo en la butaca y mantengo la máxima atención. El director de la película soy yo.

martes, 18 de septiembre de 2018

Dietario de sensaciones, 51



He mirado con desánimo el cuaderno. Palabras de caligrafía incierta anotadas en desorden hace días, tachaduras y un mínimo dibujo geométrico que sustituye la frase que quedó en el aire. El resto, casi toda la hoja, en blanco. O quizá, en negro. Tampoco el lápiz se ajusta a la mano, parece entre los dedos alguien que nunca ha navegado cuando sube a un barco en día de oleaje. De pronto oigo, en el vacío de la página, el piafar de un caballo. Y el caballo aparece allí y el jinete lo detiene frente a quien ya está escribiendo, bosque adentro.

jueves, 13 de septiembre de 2018

# 604


La madrugada arrastra por los suelos el bajo de sus faldones. Amplios, acampanados, de otro siglo. Las rozaduras han desvirtuado el encaje que remata el vestido y sobre su calado el polvo inscribe un zócalo oscuro. Se mueve con lentitud y cada gesto olvida un sonido en el aire. Con una bandeja vacía en las manos recorre las estancias. Nadie ha sabido si trae o retira algo. Ni qué. En los suelos de madera el tacón de sus zapatos resuena como música de los campanarios. Sobre las baldosas, da golpes de percusionista novato. Ni qué deja ni qué se lleva.

sábado, 8 de septiembre de 2018

# 603


El barco de papel que alguien hizo con la hoja arrancada de una libreta escolar navega casi invisible a mitad del cauce y casi inverosímil en medio de una corriente que arrastra ramas y troncos río abajo. El barquito con unas cuantas, pocas, palabras escritas a lápiz en el endeble papel que les da consistencia sortea cada instante del multitudinario empuje de las aguas y sus adversidades. Asciende por la cresta de las ondulaciones, salta cuando la superficie de súbito desciende. Nada le turba en su destino de barco que navega hacia las manos que lo desplieguen y lo lean.

martes, 4 de septiembre de 2018

# 602


No necesito un escenario. Mesa de roble, papel verjurado, tintero lleno. Tampoco su vertiente contemporánea. Pantalla de cristal líquido, teclado inalámbrico, ratón tridimensional. No requiero las paredes forradas de libros, ni paneles de metacrilato de colores pastel. Lo cierto es que para la escritura solo necesito un papel cualquiera —la cuenta de un comercio, una servilleta, un folleto publicitario— y cualquier cosa que escriba, sea lápiz o sea bolígrafo. Ni siquiera una mesa preciso. Escribo contra la barra del asiento delantero en el autobús, en la barandilla de un puente o sobre las piernas. Lo importante nunca es dónde escribo.

sábado, 1 de septiembre de 2018

Maga Losnay, dietario # 601


Cuando agosto se pasea por la estación donde llegó con todo su calor a cuestas y se detiene a anotar los horarios del tren que ha de coger de regreso al calendario, es, sin duda, época de moras silvestres. Un sombrero de paja, una camiseta de las que están a punto de quedarse para trapos, una cesta en el antebrazo y por recorrer los caminos tantas veces recorridos. El placer de coger moras no procede de su sabor, astilloso y casi amargo, sino de la memoria. De las tardes que salí a buscarlas siendo la misma niña que ahora soy.