Ríos navegables, los cuerpos nacen en las recónditas montañas del deseo. Un pequeño salto, una corriente, un fluir por entre las rocas de arroyo menudo, un murmullo de cauce bajo la frondosidad de un bosque. El agua crea al cuerpo. Y la ilusión lo ensancha, profundiza su lecho, estremece su superficie. Así, la seducción traza en la llanura de la tarde meandros de suaves curvas, un serpenteo que alarga el recorrido, que marea al tiempo. El anhelo forma en el río un delta, un mar de dunas que fotografían al mar. Un encuentro de aguas. La exaltación de ese encuentro.