En la plaza juegan niños de pocos
años. Muchos. Todos con una misma camiseta azul. Un esplai. Un niño abandona el juego y se aparta a un rincón,
cabizbajo. Se le acerca, despacio, un monitor. La mano en el hombro, pero sin
decirle nada. El niño llora, con desconsuelo, luego hipando. El monitor le
pregunta solo ¿ya estás mejor? Asiente.
Se van los dos hacia donde los demás corren y gritan sin sosiego. Este niño de
tres o cuatro años no recordará el incidente, ni al monitor, ni la complicidad
del silencio. Pero quizá algo le deba cuando sea adulto.