Ha pasado la noche de correría y
al amanecer continúa tan alegre como siempre, tan cantarín. Tan tamborilero.
Bajo la fronda que alimenta y mima con su mero pasar por ahí, salta de una
piedra a otra, juega al escondite, resbala por el musgo sin caerse. Cuando
transita junto al puente de madera, travieso, busca cruzarlo también por
encima, como hacen las personas que se detienen a escuchar su canción y a
contemplar sus bailes. Chapotea las piernas de las muchachas y los brazos de
los jóvenes. Eso le basta al arroyo para sentirse feliz. Como quien lo está
mirando.