En las ciudades que crecen hacia el límite del desierto la luz de las ventanas no se apaga en la noche, las calles ocultan recuerdos tras los montoncitos de arena que acumula el viento del norte en el pavimento y los hoteles se niegan a alojar solitarios que piden una habitación doble. En el desierto que se extiende casi hasta el extremo de la ciudad a veces se encienden a lo lejos luces de vehículos aparcados en ninguna parte. En la mísera vegetación de sus dunas se enzarzan envoltorios de caramelos infantiles que complican el paso a los escarabajos peloteros.