Viejo desmemoriado, el Libro juega al mus en la sala ambarina de un Café. Nadie diría, ante su aspecto enfermizo, que vivió una guerra en las trincheras; ante su barba descuida pocos creerán que conoció los nadires insospechados del amor. Pelo cano, camisa raída, gafas con los cristales sucios, el Libro mueve la mano ligeramente temblorosa para enseñar una carta a la que ningún otro jugador le da la mínima importancia. Como hacen los demás clientes, el Libro mira atentamente la máquina tragaperras —luces, sonidos y vacío que entretiene— mientras la taza de café muestra su porcelana sucia al bostezar.