Los géneros literarios son, como las bicicletas, un entrañable anacronismo. El único género literario funcional del presente es el periodismo. La escritura periodística se caracteriza por el sincretismo estilístico y la ubicación del tema en el ámbito sociológico. Su camuflaje es perfecto: crónicas deportivas llenas de figuras poéticas y poemas discursivos como columnas. La sociología, por otra parte, ofrece el impecable espejismo de un significado: el lector identifica siempre el contenido. Poemas, novelas, ensayos, periódicos están escritos en este archigénero. Y a la literatura lo único que la define es la distancia que tome con él. Su tránsito hacia nadie.
(2)
El camino hacia nadie el escritor no puede realizarlo solo. Es una de las paradojas más abruptas de la literatura: en la esencia de lo escrito late la aquiescencia y comprensión de otro. Quien diga «Escribo para mí» abre la brecha insoportable de la vanidad. De ahí que la obsesión de los novelistas por las ventas, de los poetas por las reseñas y de los dramaturgos por las subvenciones no sean más que síntomas veniales de una ansiedad de mayor calado: ¿quién en nuestra época será ese otro? Los tradicionales —editores, críticos, profesores, eruditos, estudiosos— son figuras en penosa decadencia.
(3)
El modelo más diáfano de refrendo para una actividad artística es el de la música. Se aprende música para enseñarla, y en ese tránsito, en el que rara vez intervienen las variantes sociales, los músicos aseguran la pervivencia —la eternidad— de la Música, y a su vez reciben la legitimación de su actividad. Un solo discípulo justifica el saber de un músico. De algo parecido disfrutó la literatura. Así lo creyeron los poetas cuando pensaban en el lector como maratoniano portador de la antorcha. Hoy esa imagen les da risa: la magnitud sociológica del lector les empuja al archigénero periodístico.
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El camino hacia nadie el escritor no puede realizarlo solo. Es una de las paradojas más abruptas de la literatura: en la esencia de lo escrito late la aquiescencia y comprensión de otro. Quien diga «Escribo para mí» abre la brecha insoportable de la vanidad. De ahí que la obsesión de los novelistas por las ventas, de los poetas por las reseñas y de los dramaturgos por las subvenciones no sean más que síntomas veniales de una ansiedad de mayor calado: ¿quién en nuestra época será ese otro? Los tradicionales —editores, críticos, profesores, eruditos, estudiosos— son figuras en penosa decadencia.
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El modelo más diáfano de refrendo para una actividad artística es el de la música. Se aprende música para enseñarla, y en ese tránsito, en el que rara vez intervienen las variantes sociales, los músicos aseguran la pervivencia —la eternidad— de la Música, y a su vez reciben la legitimación de su actividad. Un solo discípulo justifica el saber de un músico. De algo parecido disfrutó la literatura. Así lo creyeron los poetas cuando pensaban en el lector como maratoniano portador de la antorcha. Hoy esa imagen les da risa: la magnitud sociológica del lector les empuja al archigénero periodístico.