En mitad del erial, que cualquiera llamaría desierto, encuentro dos columnas de hormigón que no llegaron a sostener techumbre alguna. Ladrillos por el suelo, entre los que crecen matorrales, y un saco petrificado de cemento. Restos que con el tiempo han adquirido el mismo color parduzco de la tierra y de la vegetación reseca. Me siento sobre mi mochila, entre las columnas tal vez levantadas para sostener el pequeño porche de una casa soñada, y observo con qué parsimonia la nada se extiende alrededor. Un lugar ideal para contemplarla. Maleza, piedras, ondulaciones, insectos, silencio. No poder construir aquí la mía.