De jovencita mostraba mi rebeldía cada vez que al inicio del verano me compraban sandalias nuevas. Iba al río, me sentaba junto al cauce y sumergía los pies hasta el tobillo. Luego, chapoteando al andar, regresaba justo a la hora en que la casa había sido fregada de punta a punta. Mi madre me obligaba a permanecer en la puerta hasta que el calzado, que chorreaba, se secara. No sé por qué me puse tan nerviosa cuando lo vi aparecer. De haber sabido lo que ocurriría entonces me hubiera sentado a encender un cigarrillo de los que tenía prohibido fumar.