Al salir me atropella. «Por favor —elevo la voz al decirlo—, un poco más de cuidado, que hay personas». Le veo azorarse. Eso no lo espero. Me dispongo a participar en una disputa dialéctica rápida, enseguida preparo una buena respuesta a su presumible gesto de desprecio. La bronca de baja intensidad es el sistema de cortesía ciudadano. Sin embargo, le veo enrojecer. Lo lamenta con voz entrecortada. Se culpa por su impresentable prisa. Más vulnerable él que yo vulnerada. Qué hermosa anécdota —un rayo cruza mi pensamiento— para evocarla en cada cena de aniversario. Repite las disculpas. Se va.