No es cierto que los muros padezcan desmemoria. Ni en sí mismos, ni en los recuerdos que comparten con quienes se detienen a contemplarlos. Solo parecen olvidadizos los restaurados. Sus sillares impolutos y la argamasa impecable contrastan con lo que el guía turístico cuenta. Ninguna huella de violencia en su aspecto. Los muros abandonados, sin embargo, narran devenires con idéntica voracidad que la de los juglares hambrientos. Conservan las cicatrices con devoción. En cada muesca que enseñan se arracima el tiempo, ese advenedizo que nunca responde cuando se le pregunta. Igual que yo, que tampoco sé cómo interpretar mis erosiones.