Desde la butaca que ocupo, en un extremo de las primeras filas, puedo verlas. No tengo en las mías un oboe ni el arco de una viola. Un violín parece excesivo para mis ensoñaciones. Antes de que empiece el concierto disfruto observando cómo trajinan en el cuaderno de la partitura, pasan páginas sin pasarlas, cerciorándose de que están todas, ninguna ha desaparecido. Cuando el director mire a los músicos, casi pasando lista, ensayarán el hieratismo perfecto. El ejemplo de que nada se va a mover en el escenario hasta que no se alcen y arranque, con su movimiento, la música.