En el parque, los pájaros vigilan. Frente al estanque, se han sentado. Allí donde zigzaguean huidizos peces. Al costado, una mata de margaritas. Blancas. Arranca Ella la mayor y la ha plantado en la camisa de Él, entre botón y botón, como si fuera un recurso poético para desabrochársela. Da resultado. Con la lluvia que chispea, la flor encuentra en el pecho tierra donde prender. Han cerrado los ojos y durante un instante se aprietan las manos. Luego se han levantado, han abierto un paraguas para los dos y abandonan la sombra de los tilos. Los solitarios, de nuevo soñadores.