No se me dan bien. Mi madre guarda entre paños las dos que le encontraron en la loriga, no hace mucho me lo confesó. Era una niña entonces, y aún no he dejado de serlo. Mi padre le hizo coplas a la muerte del suyo, que tan breve tiempo le precedió, pero qué coplas podría escribirle yo si ni siquiera me acuerdo de cómo era. Y además, nunca me casan los acentos. De su muerte apenas guardo algunos sonidos. La aspereza de unos golpes en plena noche, relincho de un caballo, tamborileo de pasos arriba y abajo, un estremecedor alarido.