Los símbolos han alejado de los ríos a quien los piensa. La mirada que se posa en la superficie, como una hoja otoñal cualquiera, parte. Una marcha cuya finalidad se pierde de vista del mismo modo que la broza desaparece arrastrada por la corriente. De ahí que se confunda lo que está, el agua que fluye, con la idea de un destino que se desconoce. Los cauces, sin embargo, trazan caminos en el laberinto. Antes que gurús, se comportan como filósofos. Algo despreciados, tal vez, porque el bosque ignora las enseñanzas, tenaz en su quedarse y en su caótico porte.