Los aromas identifican lo que no
se ve. El del café, olor del tiempo que arranca con su engranaje de minutos y
horas. Y el del pan tostado, que lo es del otro tiempo, el que se lleva dentro,
el que evoca los lugares donde corrían niñas, niños, luego adolescentes y hasta
adultos, aunque todavía con la ilusión infantil en la mirada. Los aromas dan
identidad a lo que se ve. El de las calles mojadas por la lluvia, la fragancia
de las flores madrugadoras, los que abren los espacios y muestran su densidad interior.
La salida de la cueva.