Una tarde, de paseo, la arranqué del talud donde florecía después de cada lluvia porque me pareció hermosa. Al llegar a casa la coloqué en un jarroncito de porcelana con un dibujo azul que ganaba polvo en el desván. Cuando se secó, al poco, la guardé entre las páginas de un libro. Han pasado diez años y La flor, que no ha vuelto a brotar al pie del camino, ha ido creciendo y multiplicándose por ahí sin que sepa ya gobernar su destino. Barcelona tiene un mar azulado que con certeza inspira a los ceramistas. Pero queda tan lejos todo.