La visita del viento estremece la
superficie sosegada del cauce. Su fluir cotidiano, un ir yendo por los días
ensimismado, tiembla de repente, se agita. Siente. El tiempo abandona su
condición de túnel y la corriente, sin remedio, olvida su destino. Cuando la
mano del viento roza su piel. Se remueve en el lecho. Vibra, se desorienta. Se
daría la vuelta y regresaría a las fuentes para tumbarse en los prados de
montaña a percibir el aliento de los bosques. Basta que el viento lo acaricie. La
longitud se alza en una inflamación vertical que convierte el río en géiser.