Barcelona cuenta con dos ríos. Ambos distantes, desangelados, inútiles para un paisajista. Pero nunca ha echado en falta uno que atraviese la ciudad regalando perspectivas. Tiene Las Ramblas. Torrente que sube y baja al mismo tiempo, metáfora viva del arroyo que fue. La conversión en cauce de quien pone un pie en el paseo arbolado es más inmediata que la del guijarro que se lanza a las aguas. El caminar se cede a los andares pausados de la multitud. Y el caminante experimenta la sensación de estar. No en cualquier parte, sino en Las Ramblas. Un río. Hoy, una elegía.