Cabellos repeinados con gomina,
almidón en el traje, brillantina en las mejillas. Los músicos suben al
escenario. Susurros en el micrófono —sí,
sí, ¿se oye?—, algunas notas desparejadas, toques de baqueta en la caja,
temblor de platillos y un golpe en el bombo. Repentino silencio en la mano
elevada del pianista. Cuenta: uno, dos,
tres. Y la orquesta del atardecer arranca su bolo de viernes noche para los
dos únicos bailarines sobre la hierba del jardín. Con el vestido que más admira,
ella; con la camisa de lino que le gusta acariciar, él. Descalzos, los dos. La
noche, mirándolos.