El tiempo sienta mal. Envejece. Los lugares rejuvenecen. El tiempo desanima. El espacio anima. El espacio exterior, el interior, el galáctico, el subterráneo, el secreto, el recordado, el visionario… siempre animan a emprender, o reemprender, su conocimiento. El tiempo se repite. Nos repite. El lugar nos crea y nos recrea. Nos funda y constantemente nos refunda. Mirar con los ojos del tiempo es constatar identidades, mirar con los ojos del lugar es descubrir lo diferente. El tiempo nos aleja, aunque parezca que nos acerque, siempre nos aleja. En el lugar estamos y aunque no estemos tenemos la capacidad de imaginárnoslo.
El lugar encarna el huidizo tiempo presente. Su inexistencia como tiempo (cómo en un punto se es ido y acabado) cobra corporeidad en el espacio. El espacio detiene el tiempo. O al menos podemos creer que lo detiene. Que lo subyuga. Que lo atenúa. Al menos. El espacio funda la memoria, la conforma, la ordena; el tiempo le pone un post-it encima con un número. El tiempo es pronombre numeral, el lugar es sustantivo, verbo, adjetivo y adverbio. El tiempo conduce —nos condena— a la angustia. El espacio, cada lugar que hacemos nuestro con palabras, nos redime de la condena.