Un árbol, cada árbol, se yergue como el manuscrito fundacional de una civilización desconocida. Pasan junto a él, a veces, sin percibirlo. Sin leer su intrincada caligrafía de designios. Los poetas, nunca. Descubren en cada árbol el árbol que esconde. Lo abrazan. Desentrañan con infinita paciencia el sentido de cada una de sus ramas. Frases que han grabado los sueños de un tiempo al que desean pertenecer. Acarician su piel áspera de animal viejo que de repente se convierte en tersura para las manos. Bajo su sombra escriben. Y las palabras que ahí le entregan nutren la feracidad del árbol.