Los amantes clásicos. Les gusta
la madera de los bancos del parque. Aquellos situados en el sendero que llega
hasta la tapia, casi cubiertos por la fronda que no poda el jardinero. Allí
donde les conduce la lentitud de los pasos entrelazados las tardes en las que
al sol se le ha roto el tubito de vidrio de la purpurina sobre la paleta de sus
óleos. Se sientan en el banco a sentir dentro el espacio exterior, remansado en las
palabras, próximo en las miradas, inofensivo en la luz. Amantes que al besarse
interpretan una dulce, ensimismada, melodía de cámara.