Cecil me dijo que era su nombre. En la mano llevaba un libro. Viejo, con la sobrecubierta amarillenta y rota. Un libro de esos que al leerlos huelen a humedad, como si las palabras dentro hubieran empezado a pudrirse. ¿Eso es lo que piensas?, respondió a mi ocurrencia. Supe que había tomado la línea equivocada. A veces es difícil dar la vuelta. Cuando abren las puertas un alud humano se precipita a entrar y uno se resigna a seguir. Aunque el símbolo ya ha quedado dentro. Lo sé por las librerías de viejo que frecuento, desde entonces, en Cecil Court.