La tapa corredera del plumier descubre mi museo de maravillas. La pluma nacarada, de capuchón dorado. No la uso nunca, me digo, para conservarla siempre. La sopeso, la descubro. Hago un trazo hasta que vierte una línea de tinta. La guardo. Saco la otra. La azul, de capuchón azul, con la que anoto las palabras cuando ya estoy seguro de ellas. Antes, si dudo, las garabateo a lápiz, a propósito con mala letra. Si no sirven, que queden ilegibles. Han de ganarse la caligrafía, pienso. Cuanto pueda escribir está encerrado aquí, en esta sencilla caja de madera. Todo lo olvidado.