Paolo Veronese lo había pintado exhausto, tumbado a la sombra de una encina,
mientras Venus le acaricia el cabello con inocencia. Le basta la luz para dar
brillo a los cuerpos encandilados. No ha necesitado untar su pincel en el
magenta de la ira ni en el cobalto de los celos. No precisa darle voz al
desengaño ni quitarle sordina a los gritos del cinabrio. Las manos enamoradas
dibujan solo los rizos del cazador cansado. Pero el libreto es como la vida, no
se detiene. No se ensimisma. Sigue y persigue el candor hasta convertir el
placer en su ruina.