Donde el fuego —el de la ira, y también el de la desidia— arrasó los signos, la memoria se ha tiznado dedos, ojos y calzado rebuscando entre ascuas los vestigios con los que reconstruir lo que se fue junto al humo. Quien ya no consigue confiar en nada, recibe con simpatía a la memoria cuando acude a jugar con él a las cartas durante el insomnio. Hemos hecho de la memoria el perfecto revulsivo de la barbarie y de la escasez. Extinguidos los fuegos, multiplicadas las construcciones, abarrotados los estantes, saciadas las preguntas, higienizados los suelos… ¿quién necesita la memoria?