Por más que se esmere en desordenarla, esparciendo sus escasas ropas de viajero fugaz sobre la cama, la habitación de una sola noche no deja de mirar con desdén al huésped. Y no dejan de tratarle con despego los cuadros, moqueta y cortinajes por más que confíe sus posesiones más custodiadas —la cartera, la cámara, el móvil— al amparo de la mesita de noche, junto al mando del televisor, y por más que le mienta sentándose al escritorio y garabateando en una hoja con sello de hotel estas frases... como una ofrenda que otorgue —alguna suerte o espejismo de— eternidad.