Un bodegón académico —jarra y vaso con agua; naranjas, una entera, otra a medio pelar y la tercera desgajada— me sorprende. No por la pintura, sino por la firma: «Etienne». Mientras me doy la vuelta, preguntándome aún si el personaje de la novela que escribí podría haber pintado el cuadro, enfrente me asalta un título: El viejo de las naranjas. Lo rescato. Edición de 1960. Dos puestos más allá, me entretengo con un proyector de cine mugriento; en una esquina leo: «Inauguración 11-9-1960». Los signos me abruman: ¿será mi vida la que está ya a la venta en los Encantes?