Heredé esta palabra una tarde de mi adolescencia. El sol entraba en la estancia como una visita conocida. Sobre la mesa había desplegado mis cuadernos y tras cuadrar el pequeño fajo que alternaba folios y hojas de calco, lo introducía en el rodillo con cuidado de no descuadrarlo. En el comedor la abuela hacía ganchillo y hablaba. El resto de la familia cruzaba, intervenía, empujaba para hacerse un hueco ante mi impertérrita vocación de escritor. Una de aquellas tardes lo dijo: Ese era un zorotroco. Anotaba en un papel las frases que mi abuela decía, escribía reseñas de libros, soñaba.