Es alto y didáctico: nos habla como si fuéramos alumnos de primer curso. Parece natural su simpatía, sin embargo uno intuye detrás una convicción sobrevenida con la edad: que también necesita aquello que tanto detesta —los demás. Esta impresión personal, y no su afabilidad, le hace más simpático para mí. Lee bien y mal. Bien porque transforma su voz, que adquiere el espesor y la gravedad que no muestra al hablar. Y mal porque, pese a que se quita las gafas profesorales y sus ojos prometen agua y luz, se queda siempre fuera del poema. Lo ilustra, no lo encarna.