Es difícil encontrar otro escritor capaz de redactar cien páginas sobre los
váteres de su vida donde haya una única frase irónica. En la página 50, como
mojón medianero, quizá. Ironía que ni siquiera hace gracia, desafortunada
incluso. Esta sensatez, sin embargo, no aparece a la hora de titular el libro.
No es un «ensayo»: ¿será su segunda ironía? Prosa memorialista, sí, de interés.
Y tampoco su «naturaleza es fragmentaria» como afirma en la página 48. Aunque
separe los párrafos y los inicie con versalitas, todo el texto sigue un único
curso, cohesionado y coherente. Sin teselas, un solo trazado.
Conocemos los lugares nombrables de
quienes hacen memoria. Raramente los innombrables. Sí los compartidos o
sociales (tugurios, burdeles o playas solitarias), pero no es frecuente
descender de ahí hacia los lugares subjetivos intrascendentes. Donde nada
ocurre. Nada decible. Lugares
efímeros que poseen, sin embargo, una densidad que el tiempo (ajetreado e
indeciso entre pasado y futuro) desconoce: son presente en un presente. Y quizá
solo por eso se incorporan, sin que haya razón alguna para revivirlos, al
recuerdo. Intransferibles, por endebles e inanes. Estos son los espacios que
Hanke revela: su geografía secreta (y seria) de «retretes» y «lugares
retirados».