Al día siguiente de la final del mundial supe quién la había perdido. Tras apostar por dos ganadores, acertó en la derrota. Ni una sola camiseta vendida. Ni sacándolas a la calle. Ni siquiera rebajándolas a la mitad. Nadie que compre los colores de un perdedor. Cómo pude hacerlo tan rematadamente mal, imagino que se pregunta el comerciante de Drottninggatan. Por cierto, ahora que nadie se acuerda, sigo asombrándome de la capacidad dramática del fútbol. El mismo contrataque lateral, el mismo disparo cruzado. El ídolo lo lanza fuera; el suplente, dentro. El fútbol, igual que el destino, no conoce aprioris.