Una novela es un vertedero. Quien la escribe acumula desperdicios de tiempo en su prosa. Entierra entre inmundicias amontonadas un sinfín de instantes en los que tuvo que decidir una palabra. En los que una palabra daba cuerpo o no a un personaje y su peripecia. Estos —es decir, el argumento— devoran cuanto cae en su escombrera. Es lo que encuentran los críticos cuando buscan algo que decir por sesenta euros. Uno novela es el légamos que deja en la ribera la crecida. Hay quien lo ve todo enrunado; hay quien remueve el cascajo y descubre lúcido los instantes abandonados.